No fueron las metas.
Ni los éxitos.
Ni las veces que todo salió como esperaba.
Lo que me salvó este año fueron otras cosas.
Más pequeñas.
Más invisibles.
Más mías.
Me salvó esa amiga que me mandó un audio de seis minutos sin pedir nada a cambio.
Me salvó el café en silencio en una mañana difícil.
El abrazo que llegó cuando ya no podía con nada.
Esa canción que apareció justo cuando la necesitaba.
Y yo, que me seguí levantando.
Me salvó aceptar que no estaba bien.
Llorar sin excusas.
Decirme la verdad aunque no sonara bonita.
Y no exigirme ser fuerte todo el tiempo.
Me salvó cada “no” que dolió pero me liberó.
Cada vez que solté aunque todavía quería.
Cada vez que dije “esto no me hace bien”, aunque temblara por dentro.
Me salvó escribir.
Caminar.
Respirar profundo.
Y volver a casa.
No a un lugar, sino a mí.
Este año no fue fácil.
Pero fue honesto.
Y por eso, fue necesario.
Así que no, no tengo grandes logros que mostrar.
Pero tengo algo más valioso:
una versión de mí más consciente, más real, más viva.
Y eso, sin duda, me salvó.