Durante mucho tiempo pensé que estaba pasando una etapa.
Una de esas fases raras.
De sensibilidad.
De incomodidad.
De no saber quién eres ni qué haces aquí.
Pero no era una etapa.
Era un despertar.
Porque las etapas tienen fecha de caducidad.
Pasas la página y listo.
Pero esto… esto me rompió por dentro.
Me hizo cuestionarlo todo.
Me hizo mirar partes de mí que había dejado en silencio demasiado tiempo.
El despertar no llega suave.
No avisa.
No se adapta a tu agenda.
Te desordena.
Te confronta.
Te muestra todo lo que estabas ignorando en nombre de la “normalidad”.
Y sí, se parece al caos.
A la tristeza sin causa.
Al cansancio emocional que no se explica.
A la necesidad de parar, de soltar, de cambiar el guión aunque no sepas cómo sigue la historia.
Pero también se parece a ti.
A tu yo más real.
A esa voz interna que susurra: “esto no es todo, hay algo más”.
Y te mueve.
Te impulsa.
Te obliga a empezar de nuevo… contigo.
No era una etapa.
Era una llamada.
Y tuviste el coraje de contestarla.