Elegirme no fue un acto de ego.
Fue una despedida.
Un corte invisible con todo lo que me ataba a lo que ya no soy.
Y sí, perdí cosas.
Perdí gente.
Perdí “futuras versiones” que nunca iban a llegar.
Perdí la comodidad de seguir haciendo lo que se esperaba de mí.
Elegirme dolió.
Porque elegirte implica renunciar.
A lo que conocías.
A quien fingías ser.
A lo que mantenías por miedo a decepcionar.
Cuando me elegí, dejé de complacer.
Y algunos lo sintieron como traición.
Pero era lealtad… conmigo.
Dejé de ir a sitios donde ya no encajaba.
De responder mensajes que me vaciaban.
De sostener vínculos que me apagaban.
Y no, no fue mágico.
Fue duro.
Lloré más de lo que imaginaba.
Pero también… respiré.
Como si por fin estuviera habitando mi cuerpo entero.
Lo que perdí cuando me elegí… era lo que no me pertenecía.
Era lo que estaba sostenido desde el miedo, no desde el amor.
Y lo que gané…
fue algo que nadie puede quitarme:
la paz de no traicionarme.